Lo que nos hace felices
No es raro ni infrecuente ir por la calle y oir a alguien decir lo feliz que ha sido la tarde anterior yendo de compras. Es una confesión que, quien más o quien menos, alguna vez ha escuchado, incluso de las personas más cercanas. Se me plantean varios interrogantes. En primer lugar, me pregunto si también los seres humanos de otras épocas eran felices consumiendo. Se me hace difícil ver a un hombre de a pie (o a una mujer) en pleno siglo XVI (por poner un número) contándole lo feliz que ha sido comprando tal o cual artilugio, o probándose los últimos modelos traídos de Flandes. ¿Es el consumismo un nuevo comportamiento social en la historia de la humanidad? ¿Nos hace realmente felices el mero hecho de comprar cosas? ¿Por qué tenemos ese afán poseedor, esas ganas de dominarlo todo? La carrera del consumismo es voraz e interminable, y lo más curioso del caso es que nos pone en competencia directa con nuestros semejantes. No se trata sólo de tener. Se trata de tener tener más que el vecino.
Efectivamente: tener más es ser más. Las pasadas vacacione pude visitar la Postdamer Platz de Berlín. Nunca había visto nada parecido, ni en ocasionales visitas a otras grandes ciudades. Me dio la sensación de estar en la catedral del consumo, con su propio Dios presidiéndolo todo, e invitándonos a vestirnos con las ropas y las zapatillas deportivas de los dioses. La gente iba de un lado para otro, llenos de bolsas, cumpliendo con los rituales que el sistema impone. Las grandes salas de máquinas estaban llenas de adolescestes luchando en mundos perdidos, rescatando princesas y salvando al mundo, mientras perdían el mundo real, tan distante de este mundo de cristal, de esta nueva creación de metal, llena de brillos y atractivos. Grandes tiendas de moda, oficinas del buen gusto y del imperativo estético. Y económico.
Y así vivimos, en pleno siglo XXI, como Sísifos compulsivos. Nuestros esfuerzos titánicos por lograr el último modelo se ven rápidamente superados: la piedra vuelve a estar abajo, lo nuevo es ya viejo, y hay que volver a subir, hay que volver a hipotecarse para tener ese nuevo prototipo, ese último invento con 40 gigas de memoria. Condenados al consumo, por un sistema absurdo, que completa el círculo mostrándonos lo tonto que fuimos al pensar que ese trapito de la marca Cristian Dios o el reloj del Vicerey van a hacernos más felices, mejores personas. La vorágine tecnoeconómica nos envuelve y nos empuja a esta carrera sin final, en la que no hay ganadores. Todos perdemos al menos parte de nuestra libertad, pues sufrimos a exigentes entrenadores del marketing, que nos exigen que demos lo mejor de nosotros, que consumamos lo más posible. Y nosotros, agotados en esta carrera, terminamos convenciéndonos de que hacerles el juego es lo que nos hace felices. Hay que ver lo bien que se lo han montado.
Comentarios
Coincido plenamente. Nos deshacemos en llegar a una meta ficticia que se esconde tras un escaparate. No vemos el cristal. Y cuando alcemos los brazos en señal de victoria... tendremos que volver a empezar con la cara rota del golpe contra el cristal.
Pena que muchos crean/creamos que la felicidad puede estar colgada de una percha, escondida en un coche o comprimida en un minúsculo ipod...
El hombre se ha convertido no solo en un ajente desquisiado de consumo sino el producto mismo, el que será agotado por el aparato social que el mismo ha creado. La "muerte" del artista por la obra de su propia inspiración...
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